«Faltaban ataúdes y no se conseguían ni carros ni enterradores para tantos fallecidos. Los que fabricaban mesas y sillas pasaron a ocuparse de las cajas para los muertos y los que ejercían de repartidores a menudo aceptaban retirar un cuerpo a cambio de unas monedas. Algunas familias improvisaban ataúdes con maderas arrancadas de cercas o de armarios o retiraban los cadáveres con ayuda de carretillas ligeras.
El recelo se extendió entre la gente y eran pocos los que visitaban a sus parientes o se detenían a hablar con un conocido en mitad de la calle. Los que enfermaban y morían a solas tardaban en ser localizados y los cuerpos se amontonaban al paso de las carretas. En las escaleras de vecinos las puertas permanecían cerradas y, de tarde en tarde, podía oírse el llanto de los ocupantes de alguno de los pisos que velaban un enfermo o se lamentaban amargamente de una pérdida. Algunos sacerdotes, y no pocos médicos, simularon hallarse enfermos para recluirse y evitar el contagio. No siempre había tiempo para ceremonias y fueron muchos los muertos que recibieron sepultura sin mediar una oración ni recibir una dosis de quinina»