La mala hierba

Agustín Martínez, La mala hierba (Plaza y Janés)

la mala hierba

    «Miriam miraba a uno y otro lado y, después, a sí misma y se descubrió desnuda. La conciencia de que estaba viviendo un sueño no mitigó la angustia […] Quería correr, huir, pero sus músculos no le respondían. Vio cómo la sal también la infectaba; los pies, las piernas, su sexo, colonizados por esa lividez mortecina. Escuchó un ruido y sólo pudo buscar el origen con sus ojos; ni siquiera podía girar el cuello. Había un hombre, ¿su padre?, también desnudo, cubierto de sal, en el suelo. Se retorcía desesperado. Golpeaba el suelo, histérico, como pájaro de alas rotas. Y se dio cuenta de que ese desierto no era más que un lecho marino al que, de repente, le habían arrebatado el agua. Su sustento. Y ellos, ese hombre y también ella, se habían visto sorprendidos por la desaparición del mar en el que habitaban, y ahora, a la vez que la sal los cubría de cristales, les faltaba el agua y boqueaban como peces abandonados. Levantó la mirada al cielo como si así pudiera escapar de la sal, la sal que iba a matarla…» (págs. 291-2)

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